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Estampas yucatecas de nuestra herencia esclavista (segunda de varias partes)



Por: Juan Carlos Faller Menéndez


El nuevo escudo. “Durante el período colonial y la época posterior a la independencia, durante todo el siglo XIX y gran parte del XX, el escudo utilizado para Yucatán fue el correspondiente al de la Ciudad de Mérida. Pero en 1989 el gobernador Víctor Manzanilla”, dice Wikipedia, envió al congreso local una iniciativa para adoptar un escudo de armas propio del Estado. El Congreso convocó a un concurso para elegir el diseño, al que respondieron tres personas con sendos proyectos. Y hace 32 años Yucatán tuvo nuevo escudo, bicolor –oro y verde, cómo no–, donde lo que más destaca es una planta de henequén en cosecha y un venado macho que la brinca. (Ah, y un sol de farol para que todo brille).


Resumiendo: el escudo de Yucatán utilizado desde 1618 –pasando por la Independencia y las varias revoluciones y revueltas mexicanas y yucatecas– hasta 1989 fue el mismo de Mérida, la “muy noble y muy leal” a un rey español del siglo XVII. Para corregir esa anomalía histórica, hace tres décadas el gobernador ordenó un nuevo escudo, y el que más le gustó fue un cuadro de la zona henequenera, con su laja y su miseria histórica.


A eso se redujo –después de centurias de vacío– la versión oficial del estado más Maya de México, de selvas y manglares, ciénagas, mar, brisa, dunas, cenotes, cerros, milpas, lengua y cultura milenarias...


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“Don Joaquín Peón me informó que los esclavos mayas mueren más rápido de lo que nacen, y don Enrique Cámara Zavala me dijo que dos tercios de los yaquis mueren durante el primer año de su residencia en la región [...] Los yaquis llegaban a razón de quinientos por mes, pero yo no creía que esa inmigración fuera suficiente para compensar las pérdidas de vidas. [Sin embargo] el problema del reclutamiento no era tan difícil como a mí me lo parecía. ‘Es muy sencillo –me dijo un hacendado–, todo lo que se necesita es lograr que algún obrero libre se endeude con usted, y ahí lo tiene. Nosotros siempre conseguimos nuevos trabajadores de esa forma’”, dice John K. Turner sobre lo que atestiguó en 1908.


Medio siglo después, en el capítulo 13 de “La guerra de castas de Yucatán” (1964) Nelson Reed habla de las secuelas de esa esclavitud. “[A pocos años del paso de Cárdenas por Yucatán en 1937] Todo lo que podía hacerse sobre el papel estaba hecho. Se había consumado la Revolución, [pero la gente de la zona henequenera] seguía muriéndose de hambre. Habían pasado de un amo a muchos, y los nuevos amos [...] se cuidaban únicamente de llenarse los bolsillos mientras estaban en el cargo. [...] Los jefes políticos concedían licencias a las cantinas y vendían alcohol en contra de los principios de la Revolución. [...] Coronaban la jerarquía de la corrupción los gobernadores. [...]”


“Poco a poco la clase de los hacendados fue llegando a un entendimiento con las cosas nuevas [...]. Se infiltraron en todos los órdenes de la burocracia ejidal, incluso el nivel ejecutivo, para lo cual los capacitaba su mejor conocimiento de aquella industria; y cuando en 1942 recobraron las plantas de raspado confiscadas, se llenaron de alegría [...] En ese año la distribución aproximada de las utilidades procuradas por el henequén fue la siguiente: 31% los hacendados (500 familias), 25% los burócratas, 24% los ejidatarios y 19% de impuestos.”


El saqueo al campo y al erario no paró y sí empeoró en los años siguientes; la clase política usó y abusó de decenas de miles de familias mayas cual botín de votos cautivos, atados a una planta maldita y a su corrupción hecha industria.


La historia del henequén en Yucatán es cruel e inhumana hasta la médula; es la narración de un reino de codicia, avaricia, racismo –al grado de la esclavitud más vil– y etnocidio. Es una historia –por demás sabida pero soslayada a límites absurdos– de cómo se medró de la degradación del pueblo Maya; un cuadro abominable de la bajeza y la ceguera moral a la que puede llegar una sociedad enriquecida a costa de la miseria ajena.


* * *

A la luz de lo evidente, el escudo estatal –con su henequén al centro– resulta, hoy como ayer y desde hace más de tres décadas, una confesión abierta y cotidiana de las partes: en cada documento oficial de los tres poderes del estado va impreso –y tan campante– el ineludible símbolo de la corrupción yucateca.


* * *

Mientras tanto Mérida, flor urbana de la esclavitud (colonial, henequenera y las que siguen), azote de la milenaria Jo’ –demolida a ras de suelo– y del pueblo Maya y su cultura, sigue mostrando a diario –orgullosa, presumida, anacrónica, excluyente y racista– su escudo español de abolengo, con león melenudo, castillo almenado, enorme corona enjoyada y título real de “muy noble y muy leal” a un monarquía extranjera ya extinta. (J.C.F.M., Jo’, Yucatán, México, 30 de julio de 2021)

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