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Cuando caen las estatuas (II de II)

Cuando caen las estatuas (Segunda y última parte)


Por Juan Carlos Faller M.


En la primera parte, publicada el pasado 12 de junio en este espacio, hablamos de las estatuas caídas en EE.UU. e Inglaterra, especialmente las del esclavista y aventurero Cristóbal Colón. Tres días después, el pasado lunes 15 una persona fue herida a tiros –de gravedad– por civiles armados en Nuevo México, cuando participaba en una manifestación que intentaba derribar la estatua de un tal Juan de Oñate, conquistador español de esos lares. Dos días después de que corriera la sangre en Alburquerque, asumiendo con humildad su responsabilidad el gobernador fronterizo declaró que retirará la estatua en conflicto.

En México también han caído estatuas de conquistadores sanguinarios. Quizás el caso más famoso sea el de Diego de Mazariegos, cuya efigie fue derribada en San Cristóbal de las Casas (ciudad racista de Chiapas) hace más de un cuarto de siglo. Una imagen icónica tomada por el fotógrafo Antonio Turok muestra el momento de la demolición, y un preclaro Eduardo Vázquez Martín (en el libro “La fiesta y la rebelión”, de editorial Era) la describe así: “En 1992 una manifestación indígena entró a San Cristóbal con motivo de la conmemoración de los quinientos años del descubrimiento de América y en la plaza central de la ciudad hizo caer de su pedestal la estatua del conquistador (...). En la imagen de Turok el cuerpo en piedra de Mazariegos se precipita impertérrito, mientras sobre el monumento queda un joven indígena. Se trata de un acto simbólico pero también de una señal que antecede al levantamiento del 94; quienes derribaron al conquistador lo hicieron con el rostro descubierto, por eso nadie pareció verlos; pero volverían muy pronto con el pasamontañas puesto (...)”.


Valga lo anterior como introducción. En esta segunda parte hablaremos de Mérida, ciudad que está en Yucatán por accidente histórico, pues podría haberse fundado en cualquier otra parte sin apenas sufrir merma en su identidad. Nuestra ciudad, como capital de Yucatán, no está hecha para la integración de sus habitantes ni como crisol de culturas, sino para la segregación y la exclusión de la población indígena. Y quizás el elemento urbano que mejor representa este espíritu de segregación es su avenida más famosa: el Paseo de Montejo.


Esta avenida fue concebida y construida por los hacendados henequeneros –esclavistas de facto– como un lugar donde acomodar sus enormes riquezas y residencias lujosas de estilo europeo a fines del siglo XIX y principios del XX. Y aunque con el paso de las décadas haya habido algunos intentos por cambiar los simbolismos racistas de la avenida (en 1938 se propuso cambiar su nombre a “Paseo de Nachi Cocom”, sin éxito), y hasta se construyó un enorme, notable y bello Monumento a la Patria en la década de 1950 (obra del colombiano Rómulo Rozo), la vocación racista y clasista de los meridanos sigue prevaleciendo, como lo demostró en 2010 el alcalde panista César Bojórquez Zapata al inaugurar la estatua de los Montejo –padre e hijo–, responsables de la destrucción de la antigua ciudad maya de Jo’ y fundadores de la blanca Mérida (llamada “blanca” por sus habitantes orgullosamente blancos).


En dicha inauguración de 2010 uno de los cronistas locales (q.e.p.d.) se jactó así: "La ciudad de Mérida, a través de su Ayuntamiento, da un ejemplo de justicia y madurez histórica al honrar la memoria de los ilustres varones que, en nombre de España, nos incorporaron a la civilización Latina Occidental, mezclando su sangre con la nuestra, legándonos la lengua castellana y la católica religión que nos sigue distinguiendo en el gran mestizaje orgánico y cultural".


¿Gran mestizaje orgánico y cultural? ¿En qué estaría pensando el cronista? Pero dijo más: "Con la presente ceremonia se rompe también un histórico tabú: El de erigir un monumento a quienes vinieron a conquistarnos. Se trata de un tabú que las naciones cultas y maduras del mundo rompieron desde tiempo inmemorial (...) Nosotros, los yucatecos, a casi 500 años que nos separan de aquellos sucesos de conquista, ya es hora de que imitemos la actitud de aquellas cultas naciones y valoremos lo que España nos dejó tras conquistarnos...”.


Definitivamente uno de los síntomas más claros y evidentes de la vocación racista, clasista y segregacionista de Mérida es haber tenido en 2010 a un cronista que se expresara de esa forma, sin un ápice de perspectiva ni de crítica histórica ni social. Según su decir, la erección de estatuas en honor de quienes trajeron la esclavitud y la maldición centenaria de pestes e injusticias a Yucatán (y a América) es ni más ni menos que un símbolo de madurez y cultura, aunque la maldición se haya hecho tradición y aunque el racismo y el segregacionismo sigan tan campantes en estas tierras peninsulares. (Por cierto, el alcalde actual de Mérida, el también panista Renán Barrera Concha, era en ese entonces regidor de Desarrollo Urbano, Obras Públicas, Espectáculos y Cultura, y fue gran aplaudidor del grandilocuente cronista).


La erección de la estatua de los Montejo –inaugurada hace apenas una década– es muestra palpable de las ganas que tiene Mérida de seguir siendo la urbe racista, simplona, mojigata, hipócrita y excluyente de siempre. En los hechos la mentada estatua no tiene ningún valor artístico de innovación (ni en lo técnico ni en lo conceptual), ninguna profundidad simbólica (como no sea la del tiempo estancado), ninguna propuesta social, nada; fue concebida como un adorno vacuo, sin alma, al gusto de pretenciosos sueños de abolengo. Tan mal diseñada fue la estatua que lo más notable y visible de ella es su pedestal, que le quedó demasiado grande al par de Montejos y que se ha vuelto un símbolo, sí, pero de los ecos huecos del pasado.


Para concluir: no soy partidario de tirar y destruir estatuas, porque ya están hechas y porque pienso que podrían servir de algo si se les reubica adecuadamente. Por ejemplo, la de los Montejo quedaría muy bien en algún rincón apartado del Parque Ecológico del Poniente (o en el fondo del Parque Acuático, o algo así); allí tal vez cobre fama de embrujada –por méritos propios– y agarre la vida y el sentido que hoy no tiene.


Pero aunque no sea partidario de las demoliciones, entiendo perfectamente a quienes, víctimas cotidianas de la discriminación y el desprecio, deciden quitar a la fuerza las estatuas que conmemoran maldiciones perdurables como el racismo, la hipocresía social y la venalidad rapaz de los gobernantes que las promueven o las solapan. (J.C.F.M., Jo’, Yucatán, 19 de junio de 2020)

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